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Esa mañana nos despertamos temprano. Queríamos despedirnos de la casa antes de que llegara la policía. Vendrían a las 10 am. Firmaríamos un papel. Y nos iríamos sin más.

Abrí las ventanas. Me hice un mate y me senté en el piso de madera del living. La luz del sol ya despertaba los suelos y las paredes.

Ya nos habíamos encargado del resto de las cosas. Ver la casa así de quieta, como el día en que entramos por primera vez, me hizo pensar en lo curioso del tiempo. Un bucle. En ese mismo momento bien podríamos recién estar entrando por la puerta.

Cuando llegamos aquella vez, la casa estaba oscura, llena de polvo y de la suciedad del tiempo. Los años de abandono imprimían su huella en cada parte de la casa. El tiempo a veces puede ser muy cruel con las cosas.

Comenzamos por acomodarnos en el living. Fue la primera parte de la casa en la logramos hacernos espacio. Nos quedamos todas juntas, conversando hasta altas horas, decidiendo por dónde íbamos a seguir abriendo la casa. Las primeras veces que dormimos ahí, nos turnabamos: una de nosotras dormía con un machete debajo de la almohada. La semana del fuego, la llamamos. Porque jugábamos a ponerle nombre de capítulos de novela a las cosas que nos iban pasando. Y porque esa semana, la casa ya no nos dejó salir. Al menos durante un tiempo. Esos días forjaron un comienzo entre nosotras y ella.

Abrimos las ventanas, hicimos que corriera la música y el aire por todo el lugar. No sé si éramos del todo conscientes de lo que sucedía. La casa nos fue llamando a limpiar cada uno de sus rincones. Todos los días abríamos un cuarto nuevo. Nos encontrábamos sólo con algunas pequeñas cosas. Frascos de perfume viejos. Unos anteojos. Una vincha de pelo de plástico, de abuela. Un monedero. Nos divertíamos imaginando cómo las habrían usado, percibiendo con todos los sentidos las historias que los objetos nos contaban a cada aparición. Y con amorosa resolución levantábamos el polvo, acariciábamos con cera una y otra vez las superficies de cada habitación.

Nos recordé encontrando entusiasmadas unas fotos viejas entre unos libros. La misma casa, en aquellas fotos, rejuvenecida, vestida de cumpleaños, de cenas elegantes con sobremesa, adornadas por aquellos seres que nos veían extrañados desde aquellas fotos. Sus gestos congelados en el tiempo.

Seguimos abriéndola y abriéndola y llegamos hasta un patio. Una profunda enredadera de espinas había rebalsado la medianera. Una pileta con agua podrida y llena de hojas nos regaló una honda imagen del olvido. Nos turnabamos: con el machete íbamos podando y arrancando las espinas secas de las paredes. Hasta que por fin, logramos despejarla. Era blanca. Y arremangándonos entramos al agua podrida, para vaciarla. Conversándonos, cantando a veces, limpiamos lo último del fondo. Y volvimos a llenarla.

Llegaron a crecer rúculas, caléndulas, acelgas, arvejas, lavandas y algunos tomates de la huerta que fuimos sembrando. Hicimos un pozo, armamos un compost. La casa respiraba.

Y la seguimos abriendo y la seguimos abriendo hasta que abrimos las puertas a la calle. Algunes vecines se acercaron con curiosidad y otres, más hostiles, se resintieron, y blandieron algunos dedos en el aire. Regalamos plantines. Instalamos un espacio de intercambio de cosas usadas. Decoramos la vereda. Pintamos las ventanas de color naranja. Invitamos, invitamos, invitamos. Hicimos cine, hicimos teatro, conversatorios, vinieron poetas, viajerxs, compañeres de distintos lugares. Afuera había un fuego, y nos escuchábamos. Una vez vino a visitarnos una voz del pueblo mapuche. "La casa está sanando con ustedes" nos dijo.

A veces es muy doloroso recordar toda la historia. Las heridas colectivas no sanan tan fácilmente y así como así. Difícil saber qué se quebró primero. Si nosotras, nuestra confianza, el tiempo que la casa nos quiso en ella.

Ahora nos estábamos yendo para siempre. “¿Listo, Ju?” Sí. Dejamos todo abierto. Quizás haya sido nuestro guiño final. No recuerdo si volví a mirar. Salimos a la calle con nuestras mochilas, una niña, una gata, nuestro sueño venido abajo. Firmamos el papel, apoyándolo contra el patruyero frio. Y nos fuimos caminando.

Cada tanto vuelvo a pasar por la casa. Está cerrada. Vacía. Pero huella de aquella aventura, sus ventanas, como dos ojos, siguen siendo naranjas.

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