torción

Sorbí el último mate y alcé los brazos. tomé un impulso y salté a las hojas café de una edición heredada de Adán Buenosayres. Con los brazos en cuña entraba decididamente y sin mirar atrás por el espacio entre las líneas. Detrás mío se disolvía el cuarto. Letra por letra atravesada, y ya hacía pie en un pantano del barrio de Saavedra de los años ‘30. Entonces sucedió. De pronto un viento en los oídos y estuve frente al agua en alguna playa que aún no visité. Miré alrededor. Pisé las piedras del fondo del lago y lo supe. Habíamos inaugurado ese espacio entre las dos. Faltas de práctica, el tiempo no nos siguió el juego y hoy que yo estaba ahí, ella no. Lo supe porque sí estaba ahí, como si de su sustancia estuvieran impregnadas las piedras, las plantas y hasta la curva del horizonte hacia otros planos. Se me hizo presente en la panza primero, y me fue poblando entera. Hasta que estuve de nuevo en mi ventana frente al mate y al libro, en este rincón de la ciudad. Apoyé la computadora sobre el libro y escribí como pude con la urgencia de quien despierta de un sueño. El tiempo y el espacio se acomodaban estirando brazos y pies para descansar en su sitio habitual. Las distancias entonces tomaron todas su consistencia oxigenándose luego de ese ejercicio de torción que nos habían prestado. Si el alma fuera un músculo requeriría un esfuerzo similar para elongarse. Supongo...     

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